La mayoría de los partidos políticos son
inmensos conglomerados empresariales cuyo medio para alcanzar el máximo
beneficio es sacar el mayor número de votos. El fin del máximo beneficio
justifica los medios, por lo que con tal de no perder votos se venden al mejor
postor (el que más votos ofrece).
Los partidos conocen e identifican muy bien a
las masas, y prometen todo lo que estas masas demandan. La ideología de los
partidos ha cambiado en función de la necesidad de ganar votos. Así se ganan
elecciones, aunque el coste sea la traición a unos ideales o, incluso, olvidar a
quienes tuvieron la valentía de morir por ellos.
Los grandes partidos políticos españoles han renunciado
a sus principios y se han vendido. Esta venta, que además de ser a bajo precio
no es nada rentable a largo plazo, es una vergüenza con la que tendrán que
cargar los partidos durante décadas.
La situación descrita contrasta con la de
aquellos que no han arriado la bandera de siempre, opciones políticas que aunque
no obtienen tan buenos resultados siguen presentes. Algunas de estas
alternativas son sostenidas por pequeños grupos que perecen con ellas. Otras están
integradas por quienes van encauzando poco a poco su discurso y sin dar ni un
paso atrás ofrecen soluciones para su tiempo.
Es ejemplar el caso de los políticos que
abanderan los principios no negociables que expuso el Papa emérito Benedicto
XVI. La unión de los términos “principios” y “no negociables” puede resultar
una tautología, pero creo que explicitan muy bien lo que es la resistencia
frente a la traición que impera en el panorama político. La defensa de la Vida,
de la Familia, de las raíces cristianas, la libertad de educación… son
principios inviolables.
La actual tendencia a la traición a unos
ideales es consecuencia del relativismo revolucionario. El relativismo niega la
existencia de verdades objetivas. Ante cualquier situación, el relativista afirma:
“depende”. Si a un relativista le preguntan si el Racing va a seguir en segunda
división contestará “depende”, pero si le preguntan por algo mucho más
trascendente como su postura acerca del aborto contestará también “depende”.
Nosotros estamos de acuerdo en que hay asuntos
discutibles y que admiten muchas soluciones. Pero también defendemos que hay
verdades irrefutables. Juan Durán Valdés, que brindó a Santander la oportunidad
de contarle entre sus vecinos, escribió, en cierto libro que dedicó a Valle
Inclán, de la radicalidad hispánica. Esta radicalidad es la que “va al meollo
prescindiendo de las apariencias”. Una radicalidad que desciende hasta la misma
raíz de las cosas y realiza diagnósticos certeros.
Efectivamente habrá quien afirme que sí que
somos radicales, pero en el mal sentido de la palabra. Nosotros podemos
responder, con todo el derecho, que por lo menos el pueblo (al que
pertenecemos) se puede fiar de nosotros, porque no acostumbramos ni a la
puñalada por la espalda ni a cambiar de ideas cada mañana.
Los asuntos pueden ser más o menos necesarios.
En las verdades irrefutables no puede haber negociación. En lo más concreto y
contingente, estamos dispuestos al diálogo y a trabajar en grupo en pos de una
causa común. Frente a la tibieza y el desastre de la mayoría de los políticos
españoles, suscribimos las palabras de San Agustín: “en lo esencial, unidad; en
lo dudoso, libertad; en todo, Caridad”.
Miguel Camargo.-
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